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No sin evidencia

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20/2/10

Educación emocional, la asignatura pendiente

En el siglo XIX se desarrollaba en Occidente el movimiento romántico como reacción al marcado carácter racional de siglos precedentes y que ya venía apuntando maneras desde el Renacimiento. Esta racionalidad dejaba su impronta en todos los ámbitos de la vida del ser humano: la ciencia, las artes, la filosofía y la cultura en general. Décadas de actitud crítica, de mediciones, ponderaciones, estandarizaciones y formalizaciones condujeron finalmente al desencanto y a la reivindicación de un estilo de vida más libre, lejos de los formalismos y los convencionalismos, una mirada hacia el interior místico y un encuentro con sus propios sentimientos, los cuales pasaban ahora a ser el centro y baremo de todas las decisiones del hombre libre. Se desarrolla así el Romanticismo, que exalta el valor de los sentimientos, del corazón, frente a la razón, como dos enemigos enfrentados en el campo de batalla.

Es ahora cuando afloran la pasión y la visceralidad como virtudes excelsas del ser humano. Ahora el corazón toma las riendas y conduce el destino del hombre, ya sea a la victoria en la guerra o al suicidio por amor. El desencanto inicial ante la vida acabó conduciendo al ser humano a dejarse llevar exclusivamente por sus sentimientos sin ningún tipo de control, control que por otra parte no podía tener porque no estaba educado, y por tanto capacitado, para desarrollar. La frustración se multiplicaba por cuanto que lo que dictaba el corazón a menudo no podía ser satisfecho por las circunstancias personales y sociales. Si ahora los sentimientos mandan, los que encabezan la lista son la angustia, el miedo y el sufrimiento. Amar era, ante todo, sufrir. En esta época se generaliza el uso del término "pasión" como sinónimo del amor y del amar, pero es un término del cual la Etimología nos da una valiosa lección: pasión proviene del griego pathein y del latín passio, que significa sufrir o padecer. Es curioso cómo cambian los usos y sentidos de las palabras con el tiempo.

Y esta es la herencia cultural que Occidente nos ha legado. Puede que parezca que hoy no vivimos igual que hace dos siglos, pero es solo apariencia, la esencia permanece, las creencias básicas sobre la vida, el amor y las relaciones siguen siendo muy parecidas, y siguen sumergidas en el cenagal ideológico de antaño. Los mismos miedos, las mismas contradicciones, idénticos sufrimientos en escenarios diferentes. El aumento de la calidad de vida y el consumismo no han hecho más que proveernos con nuevos productos y servicios con los que continuar amargándonos la vida. Hemos pasado de la agorafobia con periódicos y punto de cruz a la agorafobia con Xbox y Playstation, de las obsesiones en casas de piedra con mantas y candiles a las obsesiones en lujosos chalés adosados con calefacción y gas natural. El envoltorio es más bonito, pero el caramelo sigue siendo el mismo.

Las cosas no han cambiado porque no son las cosas las que deben cambiar, sino nosotros, nuestras creencias, nuestra manera de ver las cosas. Y una de las cosas que más urgentemente debe cambiar es la creencia en la dicotomía emoción-razón o corazón-cabeza. No solo ambas cosas, sentimientos y razón, están en realidad en el mismo sitio (el cerebro), sino que además la moderna neurociencia nos está diciendo que ambas cosas no son compartimentos estancos, sino que se da una natural interrelación entre ellas, que están más "fusionadas" de lo que parece, que todas las decisiones que tomamos, incluidas las aparentemente racionales, están tomándose igualmente con mediación de emociones.
Entre las puertas abiertas por la ciencia está, desde finales del siglo XX, la emergencia de la neurociencia, que con sus técnicas de imágenes ha permitido empezar a esbozar el funcionamiento de esa caja negra que era hasta ahora el cerebro humano. Empezamos a tener un mapa más preciso de cómo funcionan los ladrillos emocionales que conforman nuestra psique. Empezamos a desbrozar por qué se activan ciertas emociones, qué repercusiones químicas tienen y a qué circuitos cerebrales afectan. Empezamos a tomarnos en serio las emociones porque ya sabemos a ciencia cierta que no son fabulaciones de nuestra mente, imágenes y sensaciones sin sentido y sin control. Las emociones tienen una lógica, pueden catalogarse, reconocerse, comprenderse e incluso gestionarse, es decir, podemos aprender a convivir con ellas. Las emociones, como bandadas de pájaros sueltos en nuestros cerebros, anidan, crían, cruzan nuestra conciencia y pueden fácilmente, si no ponemos orden, ocupar todo nuestro espacio de forma arbitraria. Ignorar o reprimir estas emociones no es posible. Cada emoción reprimida dejará de manera sigilosa su impronta en nuestro comportamiento a través de patrones emocionales que deciden por nosotros, probablemente en contra de nuestros intereses, porque muchas emociones están basadas en el miedo y en la ira. Conocer nuestras emociones representa, por tanto, la única manera de dominar nuestro centro neurálgico, llámese cerebro, alma, conciencia o libre albedrío.

Elsa Punset, Brújula para navegantes emocionales


No hay decisión sin emoción. Que en algunos casos sean "emociones tranquilas" no significa que no sean emociones. Pero las emociones tranquilas no me preocupan. Las que me preocupan son las emociones desbordantes, las incontrolables, a menudo negativas y que pueden hacernos daño: miedo, aversión, ira. Cuando una persona tiene una reacción violenta desproporcionada y se pone a gritar o a romper todo lo que encuentra a su paso, pensamos que ha perdido el control, que no es dueña de sí, es un comportamiento considerado socialmente inaceptable y le instamos a que se domine, a que controle sus impulsos, por el bien de los demás y del suyo propio. Y yo pregunto: ¿por qué debemos controlar las reacciones desproporcionadas de rabia pero no las reacciones desproporcionadas de amor, aun cuando estas últimas a menudo demuestran ser igual o más destructivas si cabe que las primeras? En el amor también se manejan emociones. Si nos obligamos a controlarnos emocionalmente para no abrirle la cabeza al vecino, obliguémosnos también a controlarnos para no ser víctimas de una relación afectiva dañina o venenosa. Pero parece que la herencia cultural romántica justifica e incluso fomenta el establecimiento de relaciones afectivas claramente perjudiciales para la salud. Y es que vivimos inmersos en una sociedad que ha heredado unos valores que priorizan determinado tipo de sentimientos y que tratan de inculcarnos que hay que darles rienda suelta sin importar las consecuencias. "Dejémonos llevar por nuestros sentimientos, pase lo que pase" es el mensaje subliminal que, como comentaba en El mito del amor eterno, subyace en casi todo lo que nos rodea: prensa, películas, canciones.  Y así nos va. Muchos van de flor en flor buscando libar las mieles que promete el amor romántico, una fuerte droga social muy placentera, pero que es un producto de existencias limitadas. Amor para coleccionistas. Otros tantos se embarcan en una relación más ambiciosa, más duradera, y se encuentran con obstáculos y desencantos que los desmotivan y les apagan la ilusión. -¡De esto Bécquer no dice nada en sus Rimas! -exclamarán muchos amantes decepcionados. En realidad no tienen la culpa, han hecho lo que han podido con las precarias herramientas que les han dado. Pero podemos y debemos conseguir herramientas mejores.
He observado que, así como en el siglo XVIII la razón fue alzaprimada por la Ilustración y el siglo XIX tuvo como reacción el Romanticismo, no se ha producido a lo largo de este siglo XX una interrelación de ambos, dando la impresión de que siguen direcciones paralelas, pero no convergentes. (...) Durante décadas, Occidente se ha preocupado en especial por la educación intelectual y sus rendimientos, pero ha descuidado el aspecto afectivo. Desde mi punto de vista, sería mejor buscar un amor inteligente, capaz de integrar en el mismo concepto ambas esferas psicológicas: los sentimientos y las razones. (...) El sentimentalismo puro ha pasado a la historia, lo mismo que el racionalismo a ultranza. Ambos tienen que entender y superar sus diferencias, ya que están condenados a convivir. La educación occidental ha privilegiado la razón abstracta como único camino para llegar lo más lejos posible, y ha desdeñado la parcela afectiva, modelo erróneo que ha ocasionado grandes fracasos.

Enrique Rojas, El amor inteligente

Ya hemos dicho que sentimientos y razones no son dos esferas independientes. Aunque la gestión de las emociones tenga lugar en el núcleo interno del cerebro y las capacidades intelectuales o racionales estén más bien en la corteza, el sistema nervioso es un todo muy bien integrado en donde sus diferentes partes están muy interrelacionadas entre sí. No debemos pensar que los sentimientos no tienen ningún tipo de control, porque no es así. Nuestra pareja nos dice que va al cine con un amigo y automáticamente por nuestra mente pasa como un rayo la absurda idea de una infidelidad injustificada. Solo dura un instante porque inmediatamente la razón criba ese pensamiento, lo analiza y lo desestima en una fracción de segundo. Este sencillo ejemplo ya pone de manifiesto que hay comunicación entre ambas esferas y control de la respuesta. Por tanto, la capacidad la tenemos y ya la ejercemos. Ahora debemos desarrollarla.


Para Enrique Rojas se está produciendo en Occidente una cierta socialización de la inmadurez sentimental fruto de un "analfabetismo" emocional alimentado por una herencia cultural que ha primado el desarrollo intelectual sobre el afectivo y que enfocada hacia el hedonismo y el consumismo nos alienta además al desenfreno de nuestras pulsiones sin responsabilidad.
Pese a que el término inmadurez puede resultar ofensivo o peyorativo para ciertas personas, su verdadera acepción nada tiene que ver con retraso o estupidez. La inmadurez emocional implica una perspectiva ingenua e intolerante ante ciertas situaciones de la vida, generalmente incómodas o aversivas. Una persona que no haya desarrollado la madurez o inteligencia emocional adecuada tendrá dificultades ante el sufrimiento, la frustración y la incertidumbre. Fragilidad, inocencia, bisoñada, inexperiencia o novatada podrían ser utilizadas como sinónimos, pero, técnicamente hablando, el término inmadurez se acopla mejor al escaso autocontrol y/o autodisciplina que suelen mostrar los individuos que no toleran las emociones mencionadas. Dicho de otra manera, algunas personas estancan su crecimiento emocional en ciertas áreas, aunque en otras funcionan maravillosamente bien.

Walter Riso, ¿Amar o depender?

Para este terapeuta además la inmadurez emocional es el esquema central del excesivo apego que conduce a situaciones patológicas de dependencia afectiva causa de gran sufrimiento en las personas y en las relaciones.

Pero ¿cómo? ¿cómo se madura esto, cómo se adquiere inteligencia emocional, cómo se desarrolla la madurez afectiva? Pues con palabras de Elsa Punset, trabajando en la adquisición y desarrollo de ciertas destrezas o habilidades, las "herramientas psicológicas" de las que tanta gente carece porque no les han sido inculcadas en la educación recibida, ni en casa por parte de los padres, ni en el colegio, y sucede que no venimos al mundo con ellas ya elaboradas, sino que debemos aprenderlas nosotros por nuestra cuenta si no queremos sufrir en la vida innecesariamente.
Navegar sin naufragar por el mundo de las emociones requiere una brújula. Porque no basta con amar: hay que amar de forma incondicional. No basta con escuchar: hay que escuchar atentamente. No basta con llorar: hay que aprender a superar el dolor. No basta con intentar resolver los problemas de quienes amamos: hay que ayudarles a responsabilizarse y a sobreponerse a los obstáculos. Cuando necesitan una solución no basta con darles nuestra solución: debemos ayudarles a encontrar sus propias soluciones. Si tenemos hijos, no basta con alumbrarles y proyectar en ellos nuestras esperanzas. Necesitan que les eduquemos con amor incondicional y un día, cuando ellos sientan que están preparados para enfrentarse solos a la vida, les dejemos ir en libertad. Para seguir nuestro propio camino, sin miedo.

Sin embargo, nada de esto responde a la forma posesiva de amar de los seres humanos, ni al sentido instintivo de protección de los padres, ni a nuestro miedo visceral al cambio, ni a capacidad innata alguna que nos permitiera, en un mundo ideal, reconocer y sanar nuestras propias heridas emocionales. Requiere, en cambio, adquirir una serie de destrezas. Estas destrezas resultan muy eficaces de cara a nuestras relaciones con los demás, a nuestra felicidad personal y a la educación de nuestros hijos. Sería más sencillo si estas destrezas fueran innatas. Sin embargo, no lo son, porque evolutivamente sólo estábamos diseñados para cumplir ciertas funciones básicas: bastaba con alumbrar al hijo; con quedarse a su lado hasta que pudiese valerse por sí mismo; con satisfacer sus necesidades físicas, porque las emocionales quedaban abrumadas por la presión por sobrevivir. La vida antaño era más corta y se invertía muy poco en el mantenimiento de las estructuras básicas. Amar era, por encima de todo, proteger a los suyos de los peligros del mundo exterior. Vivir era, por encima de todo, sobrevivir.

Éste no es el mundo al que nos enfrentamos ni al que se enfrentan nuestros hijos. A lo largo de los siglos nos habíamos esforzado en domar las emociones, en encerrarlas en sistemas de vida ordenados y represivos. Pero no existen ya las estructuras fuertemente jerarquizadas de la Iglesia y de la sociedad, aquellas que nos hubiesen indicado, hasta hace muy poco, qué lugar ocupar y qué papel desempeñar en el mundo. Ante su dictado sólo cabía resignarse o rebelarse. En este sentido las opciones de vida eran más sencillas. Hoy vivimos en un mundo que nos abruma con tentaciones y decisiones múltiples y tenemos que decidir en soledad, sin referentes claros, quiénes somos y por qué nos merece la pena vivir y luchar. A caballo entre un mundo virtual y real tenemos que asumir que las decisiones que tomamos de cara a los demás provocan efectos duraderos. No podemos escondernos tras la ignorancia, porque hoy en día sabemos que la violencia engendra violencia, que el odio se multiplica como las ondas de una piedra que golpea el agua. Si pegamos a nuestros hijos, probablemente ellos pegarán a sus hijos. Si les educamos sin desarrollar su autoestima, dejarán que los demás les maltraten. Si les damos nuestro amor de forma condicional, sólo sabrán amar esperando algo a cambio. Amplificarán en cada generación el dolor y la ignorancia heredados.

El primer paso para entender las emociones de los demás es conocerse a uno mismo. Conocerse a uno mismo es escarbar en nuestro sustrato emocional, destripar nuestros impulsos y entender las fuentes de nuestra ira y de nuestro dolor para poder convivir armoniosa y plenamente con nuestras emociones y con las de los demás. Gracias a la extraordinaria plasticidad del cerebro, aunque nuestros patrones emocionales sean negativos, podemos repararlos y mejorarlos: sólo hay que aprender a analizar y a comprender el sustrato emocional de nuestras vidas.

Elsa Punset, Brújula para navegantes emocionales

La persona inmadura presenta dificultades de adaptación, escaso autocontrol, choca fácilmente con los esquemas que no se ajustan a su manera de entender el mundo y reacciona con respuestas emocionales intensas y descontroladas.
Los principales síntomas de la personalidad inmadura son: susceptibilidad casi enfermiza; cambios bruscos en el estado de ánimo sin motivo aparente, de un día para otro o incluso en el mismo día; dependencia del qué dirán; mala tolerancia a las frustraciones; reacciones caprichosas; incapacidad para ponerse metas a corto plazo y saber esperar...

Enrique Rojas, El amor inteligente

También hay que decir que la inmadurez forma parte del proceso normal de aprendizaje de una persona a lo largo de su vida, por lo que tampoco podemos exigir un alto grado de madurez a un niño o un adolescente, pues las capacidades que nos dotan de ese autocontrol y dominio de nosotros mismos son habilidades que se adquieren en gran parte con la experiencia. El problema es cuando estos síntomas persisten en individuos que han dejado ya la adolescencia bastante atrás, y en cualquier caso, los educadores deben tomar conciencia y ocuparse de que los niños desarrollen las destrezas o habilidades necesarias para que crezcan con una autoestima elevada y se relacionen abiertamente y sin problemas con los demás.

Comprender cómo está hecho y cómo funciona el cuerpo humano ayuda a conocerse a uno mismo y a comprender las diferencias entre la gente. Enseñarles a ver lo positivo de los demás ayuda a aprovechar esas diferencias para enriquecer nuestro conocimiento de la realidad. Enseñarles a ser felices con las cosas sencillas de la vida les aleja de las muchas adicciones y dependencias de nuestra sociedad, pues ya se sabe que "no es más rico quien más tiene sino quien menos necesita". También relajarse, ir despacio por la vida para poder tranquilizarse por dentro. Dice un viejo proberbio chino que "no hay nada urgente, solo personas con prisa".

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